La noticia se extendió como reguero de pólvora por todo el planeta, un prisionero político cubano había muerto a causa de una prolongada huelga de hambre ante la indolente impavidez de las autoridades cubanas.
El hecho generó profundo dolor e indignación en la comunidad de luchadores pro democracia, intensa conmoción en el pueblo llano y un rechazo internacional con pocos antecedentes en la ya larga historia del régimen cubano en el poder.
Orlando Zapata Tamayo (Islas No ) negro, humilde, obrero, nacido después del triunfo de la revolución, pacifico luchador por los derechos humanos, condenado a más de treinta años de prisión injusta por el ensañamiento de las autoridades cubanas, se rebeló con una extensa huelga de hambre, llevada hasta las últimas consecuencias, a todos los maltratos y desmanes que son ya costumbre en las prisiones cubanas.
No es primera vez que una madre cubana, acompañada por muchas almas sensibles alrededor del mundo, tiene que llorar la muerte de un hijo que ha entregado su vida para lavar con su sacrificio la ignominia en que ha sido sumido el pueblo cubano.
Con casi cuarenta años de diferencia dos hombres, separados por su color de piel y su origen social, e igualados, primero por su hombría ─ y eso en Cuba tiene un especial significado─ por su amor a Cuba, a la libertad y su compromiso indeclinable con la firmeza y el pacifismo, fueron entregados a la muerte por la cobarde soberbia de los hermanos Castro.
Al igual que sucedió en 1972 con Pedro Luís Boitel, poeta, líder estudiantil y luchador por la democracia contra las dictaduras Fulgencio Batista y Fidel Castro, Orlando Zapata Tamayo, albañil, plomero y luchador por la democracia, murió después de más de ochenta días de huelga de hambre.
Zapata Tamayo, condenado a varias decenas de años por su lucha abierta y pacifica, murió simplemente porque sus victimarios persistieron en demostrar su desprecio por la vida y la dignidad humana en el convencimiento de que un hombre humilde, negro y, hasta ahora, sin renombre alguno no seria capaz de sacrificar su propia existencia para ser fiel a los valores y principios que defendió durante su corta vida.
Pedro Luís Boitel murió en la época en que pocos en el mundo escuchaban los gritos de dolor de un pueblo despojado de sus libertades y traicionado en sus más caras esperanzas. Con este acto de incalificable inhumanidad queda confirmado que los gobernantes cubanos están totalmente enajenados de todos los valores y de toda la realidad. Quien desde el mundo civilizado se niegue a apreciar la dimensión de la tragedia, quedará ante los ojos de la historia como cómplice pasivo de la persistente vocación criminal de los jerarcas de La Habana.
Después de la tragedia, como ha sucedido siempre que se revela la naturaleza criminal de las autoridades cubanas, se ha levantado una inmensa marea de condena que alcanza todos los rincones del planeta y ha golpeado fuerte la imagen pública del gobierno cubano. Resulta lamentable que sea necesaria la trágica muerte de algún inocente que de cuando en cuando nos «regala» el alto liderazgo para que se movilicen las conciencias que generalmente aceptan como normal el estado de intolerancia, miedo y desesperanza en que vivimos cotidianamente y en el cual mueren otros inocentes que por desgracia no alcanzan renombre internacional.
El caso de Zapata Tamayo nos ha dado la oportunidad de volver a lamentar la ignominiosa indolencia de la mayor parte de clase política latinoamericana, esos demócratas que saben muy bien lo que es una dictadura y que mientras juran fidelidad a los valores de libertad y pluralismo no pierden oportunidad de reiterar su silencio cómplice y culpable ante los desmanes del único totalitarismo que ha conocido el hemisferio.
No son pocos los hipócritas que se han limitado a calificar junto al gobierno cubano la muerte de Zapata Tamayo como lamentable. ¿A caso ellos conocen una muerte humana que no sea lamentable? Las muertes que solo se lamentan son las naturales, las accidentales o las catastróficas, los crímenes se condenan.
Salvo las honrosas excepciones del presidente chileno Sebastián Piñera, el insigne Oscar Arias y los senadores mexicanos, los demócratas del sub continente se empeñan en convalidar con su silencio la degradación castrista.
Ni siquiera la desfachatada manipulación pública de las comunicaciones privadas o el macabro e inescrupuloso juego propagandístico con el dolor de una madre en una circunstancia límite y desesperada ensayado por las autoridades cubanas logró conmover la sensibilidad de los políticos latinoamericanos.
El presidente brasileño Luís Inacio da Silva ──permitanme prescindir de la familiaridad del apodo── animado por pretensiones de liderazgo mundial no se sonrojó para demostrar su parcialidad y, amparado en el socorrido argumento de la no injerencia, manchar su nombre con la muerte de Zapata Tamayo, para pocas horas después dictar toda suerte de recetas para enfrentar el conflicto israelí palestino.
Resulta lacerante imaginar que la saga de inconfesables compromisos políticos, la posibilidad de lucrar política y económicamente con las necesidades y las frustraciones de los profesionales que el gobierno cubano exporta a sus países y la utilización del caso cubano para canalizar los ardores anti norteamericanos puedan nublar la sensibilidad de los demócratas latinoamericanos ante los crímenes que por tanto tiempo han enlutado a la nación cubana. Tales actitudes pueden hacer pensar que tras el ropaje y los discursos democráticos muchos políticos de nuestra región guardan en el fondo de sus sentimientos el mismo desprecio hacia los seres humanos que ha demostrado el castrismo en medio siglo de poder absolutista.
Ante la indolencia de criminales y cómplices cabria preguntarse ¿Qué más tiene que hacerle el gobierno cubano a este pueblo para que los demócratas del mundo tomen conciencia y acción ante la dimensión y sobre todo el peligro de la tragedia?
La valiente inmolación de Zapata Tamayo sirvió para demostrar al mundo el alto precio que tienen que pagar los pueblos por los caudillismos mesiánicos y para reafirmar que en Cuba hay hombres dispuestos a todo para no permitir que la ambición cobarde de una despótica dinastía hundan para siempre en un abismo de ignominia a la patria que pertenece a todos sin distinciones discriminatorias.
Rogelio Montesinos
Historiador y politólogo