cuba-banderaLee la primera parte

El castrismo cultural prosigue con otros rasgos. El quinto de ellos es este: la libertad aristocrática y su origen rural, al que ya hacíamos referencia. Esta libertad aristocrática explica y une a Hernán Cortés con el castrismo. Y lleva a la aventura, al gozo único y excéntrico, a la ruptura de los límites, a la fundación de imperios que no se pueden sostener, que en el fondo no sirven para nada y que, en el caso de Cuba, no se conectan con la dimensión de los cubanos políticamente poco expansivos. Cuando digo aristocracia rural no lo asocio con campesino. La aristocracia rural tiene que ver con la hacienda en medio del espacio vacío, la imaginación destructiva, la productividad de los otros y la frontera difusa. El campesino es el hombre rural atrapado por su propia productividad, la imaginación simpática, las fronteras y la comunidad. Otra vida, otras costumbres. Y de la aventura aristocrática a la dominación solo hay un paso: el de lanzarse para alcanzar el dominio. Esto pertenecía a la España imperial, no a Cuba.  Cuba se funda a partir de la libertad republicana, que es la libertad cívica de los iguales. Y la libertad aristocrática tiende a despreciar esa libertad de los iguales porque necesita súbditos y guerreros leales. De ahí su militarización natural.

¿Por qué entonces el castrismo es mirado como un nacionalismo? Porque contra los Estados Unidos todo gesto parece auténtico. Y el patriotismo tal y como se ha vivido en los últimos 50 años luce auténtico, denso y coherente por su dimensión puramente teatral. Un teatro patriótico con víctimas reales pero que no expresa los peligros ciertos de pérdida de la patria-nación. Por una razón de época: el imperialismo moderno representado por los Estados Unidos no necesita construir territorios coloniales como sí requirieron los viejos imperios construidos en la época medieval. Son estos los que dan sentido a los conceptos patrióticos. Al imperialismo moderno le estorban los territorios ajenos. ¿Por qué se entrega Cuba en 1902?

La teatralidad patriótica, sentida con más entusiasmo por los lunetarios que por los guionistas, enmascara y explica la incompatibilidad de un nacionalismo vivido desde sus propios fundamentos con el acelerado proceso actual de desnacionalización que se observa por doquier, debilitando los sentidos de pertenencia, la base cultural de los valores, y festejando, casi, la pérdida total de Cuba como unidad económica. Un sentido de grandeza nacional, no de gloria personal, está detrás de cualquier nacionalismo. Curioso e irónico. La autenticidad de Cuba, en términos de valores y fundamentos, aparece en el acelerado rescate del patrimonio múltiple de su cultura estética: es decir, la que no es creada por el castrismo cultural. Una auténtica obra de recuperación que se detiene en las fachadas arquitectónicas, la música y alguna literatura.

Sexto rasgo. La estética del poder asociada a la libertad aristocrática. En una república, el poder se viste con las mismas prendas. La distinción existe, pero pasa por una combinación entre el estilo propio, el garbo personal y el tejido. La distinción nunca depende del tipo de vestimenta. Lo raro impresiona y atrae. Exotiza  la mirada y fascina, incluso, a los contrarios, pero sigue siendo raro. En una república moderna la corbata y el traje, la guayabera y el sombrero jipijapa, o a lo sumo la soltura del traje sin corbata, la camisa con mangas al codo o las camisas Mandela son los índices de la libertad de los iguales y de la democratización del poder a través de la estética. En este rango, todos los juegos del vestir son posibles. Pero no el único traje, sea el militar o la sotana. Esta distinción calculada solo se puede hacer desde la proyección de dominio sobre los otros que no pueden acceder a mi estética. Ni que decir que en materia de estética del poder esto fue bastante efectivo en tanto se aleja de la cultura cubana.

Y la estética aristocrática del poder se vincula estrechamente con otros rasgos del castrismo cultural. El séptimo de los cuales asocio con la cultura oral. La palabra está estrechamente conectada con el poder. La retórica es una realidad sin la cual no se explica el ascenso y la caída de gobiernos y líderes. Pero lo oral como poder es distinto a la retórica. Lo oral significa la repetición sempiterna y cíclica de motivos, oraciones, términos y tópicos para explicar y justificar el propio lugar en el orden de la sociedad y del mundo. Por eso la tradición oral, que se parece a la retórica, es parte del mito — ¿y no es la Revolución Cubana un mito? — sin conexión necesaria con la realidad.  Por inscribirse en la tradición oral de las historias míticas, el castrismo cultural no puede culminar en una doctrina. ¿Por qué no hay un texto fundamental escrito desde el castrismo cultural con toda su pretensión fundadora?  La Historia me absolverá no es más que una potente denuncia circunstancial sin fundamento propio ni apertura doctrinal. Medio siglo después falta el opúsculo que atesore el legado intelectual del castrismo y en el cual puedan beber los seguidores milenarios. Pero claro. La palabra como tradición oral hace imposible el texto doctrinal. Este, que limita la acción, codifica el pensamiento y permite el contraste de los discursos, solo nace de la palabra razonada que es la propia de la buena retórica: la exposición elegante de una lógica cadena argumental. El ejercicio de la palabra razonada puede culminar casi siempre en una buena doctrina escrita para quien hace de la retórica el sustento de su poder. El castrismo cultural sigue siendo aristocrático hasta cuando usa la palabra. Y no exactamente por los modales.

De aquí un octavo rasgo: el control por encantamiento para destruir al ciudadano. ¿En qué termina este?  En el súbdito. La cultura política en Cuba persuade y convence, y en sus extremos más detestables se hace politiquera es decir, promete demagógicamente para manipular e incumplir. Pero al encantar por la palabra destruye esa dimensión cívica de la república donde el ciudadano confronta, es persuadido o convencido, para atarlo entonces, súbditamente, a las determinaciones del poder. Y encantado, el súbdito actualiza el viva Fernando VII en el viva Fidel.

Cuba regresa así al siglo XIX para destruir las estructuras de la política moderna y reproducir el esquema medieval de soberano y vasallo. Es interesante ver cómo el regreso al modelo antropológico medieval de la política determina la sociología política de la segunda mitad del siglo XX hasta la actualidad. La relación directa entre el hombre divinizado y el “pueblo”; la transferencia de la culpa hacia la burocracia intermedia por las consecuencias indeseadas en la gestión pública  ―lo que disuelve la responsabilidad del poder y fortalece indirecta e involuntariamente la fusión entre soberanía y propiedad sobre la nación de una persona―; la conversión del derecho en concesión y de la exigencia en queja son todas ellas consecuencias estructurales de la disolución de la política moderna por efecto del castrismo cultural. Hiela escuchar diariamente la frase simbolizada en la mentalidad del súbdito cubano en desesperación: “esto Fidel no lo sabe”.  Nada distinto al “Rey no lo sabe” del siglo XIX.

Esta legitimación desde-abajo-de-la-nación-como-propiedad-del-de-arriba tendrá una consecuencia para Cuba peor que para la España del imperio. Los súbditos de la España imperial podían exclamar: Viva el Rey, Muera Fernando VII en época de mucho malestar, sin que la exclamación implicara para ellos, simbólica y mentalmente, la disolución del reino. Ello porque Fernando VII no encarnaba su eternidad, solo constituía su venerable representación temporal. En Cuba, donde nación y persona se confunden encarnizadamente sería imposible clamar por la vida y la muerte de Fidel Castro al mismo tiempo: la nación, entendida como control “dinástico” de la soberanía, corre el peligro de seguir o terminar con él. Por lo que se hace necesario remontar la nación a sus propios orígenes, cosa perfectamente posible, para establecer un continuo en nuestro proyecto de nación. De paso, nos libraríamos de otra consecuencia del castrismo cultural: la de asociar el éxito o fracaso de un proyecto a la vida o muerte, real o simbólica, de alguna persona o entidad social.

Y ese súbdito en el que se convirtió al cubano no forma parte de la masa. Los fenómenos de masa en Cuba responden a los espacios de la cultura, no a la política: la mayoría escuchando la misma música, utilizando las mismas modas y reproduciendo el mismo lenguaje estandarizados. La asociación entre política y masa en Cuba habría existido si el partido comunista hubiera logrado estandarizar su control simbólico e ideológico sobre el resto de los cubanos ―una ambición histórica bloqueada precisamente por el caudillo, justo cuando más cerca y en mejor posición estaba el partido comunista para concretarla.

De este modo la masa, que según el filósofo español Fernando Savater debería ser asunto de la física o de la panadería, respondería a criterios impersonales como corresponde a la naturaleza de las masas en cualquiera de sus sentidos, incluyendo el cultural y el político. Pero esto es un fenómeno propio de la modernidad política de la que Cuba fue desconectada. Al regresar al siglo XIX retornamos, si se quiere, a una categoría más auténtica: la de pueblo, pero en su acepción aristocráticamente peyorativa: la de plebe. Una plebe que se muestra típicamente a través de tres de sus elementos más naturales: la identificación encarnada con la figura emblemática del poder (distinto de la identidad con el carisma), la legitimación pública del lenguaje vulgar y la legitimación natural de que los de arriba deben comer mejor y distinto. Las masas políticas de la modernidad no se ajustan a ninguna de estas tres características.

Manuel Cuesta Morúa

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