cuba(Lee las partes anteriores: primera, segunda, tercera)

Termino esta saga, que espero no haya resultado aburrida, relacionando otros rasgos interesantes del castrismo cultural que merecen ser explicados en relación con nuestra identidad en formación. El castrismo cultural es refractario a la pluralidad, no le gusta la música ni le interesa el baile, y quiso imponer, contra todas las evidencias de la vida cotidiana y nocturna, la idea del sacrificio como estilo de vida en una cultura apabullantemente hedonista. De ahí que me haga dos preguntas relacionadas: ¿por qué Cuba se seca como fuente de ritmos musicales a partir de los impactos culturales que retornan con el castrismo?; y, ¿por qué la Esparta tropical no pudo destruir una mentalidad gozadora? Es bueno saber que el danzón surge en Cuba, es reconocido como el baile nacional, pero pertenece más en México. Es útil también conocer que el primer trasvesti de que se tiene noticia en el hemisferio occidental fue un cubano matancero del siglo XIX. ¿Cómo entender esto? Otra pregunta abierta en términos de identidades profundas.

Sigue en pie, por esto, la siguiente certeza: la cubanía ha molestado profundamente al castrismo cultural. A pesar de las ficciones identitarias. La historia ejemplar, el folklore, la restauración de monumentos, la literatura de los muertos, el ballet clásico y la música sensual dan la impresión de que se vive un resurgimiento sin precedentes de lo cubano. ¿Pero dónde quedan el pensamiento, los valores, la mentalidad, el concepto profundo de la nación en el sentido de los sacramentos: el signo visible de algo invisible? Entre historia de los grandes acontecimientos, cultura inerte y cultura corporal, estamos frente a ese tipo de realidad en la apariencia que engaña. Sobre todo a los organismos de las Naciones Unidas.

Esa cultura que hoy se rescata, solo parcialmente, fue en su momento la viva expresión del proceso profundo de las pautas culturales en el sentido de los valores, estilos de vida, filosofía, mentalidad y pensamiento. De hecho la misma necesidad del rescate indica el debilitamiento o la muerte de las corrientes subyacentes que fueron y son constantemente negadas por el castrismo cultural. ¿Por qué este no ha producido nada estéticamente serio como expresión de sus propios valores? ¿Hay estética perdurable sin pensamiento?

Estas preguntas nos devuelven a un punto básico en la forzada invención histórica del último medio siglo: la aristocratización impuesta a la vida política cubana. Negación completa de todos los esfuerzos históricos para crear una propia civilización cubana con base en el republicanismo, la pluralidad cívica, la diversidad cultural y el sentido de riqueza creada.

La aristocracia cubana, que podía reclamar una continuidad histórica con España y que compró títulos en algunas capitales europeas, se suicidó conscientemente como clase cuando apoyo la Constitución de Güaimaro: la primera de nuestras constituciones republicanas. Ella abandonó gradualmente los títulos y conservó los modales. A partir de ese acto fundacional, la aristocracia como grupo se hace cada vez más extraña al cuerpo cultural de la nación, que lo rechaza sin muchos miramientos. El escritor cubano Jorge Mañach se conmovió ante el choteo creciente de los cubanos, sobre todo frente a la solemnidad y artificialidad de los títulos. Incluso, este choteo alcanza a los buenos modales cuando estos se muestran rígidos y engolados. Y desde otra perspectiva, la historia de la arquitectura cubana testifica este proceso.

Por esa razón, el regreso de la aristocracia en Cuba tenía un solo camino para establecerse: la guerra como esencia y fundamento de la sociedad. Pero esta nueva aristocracia confronta tres problemas: la ausencia de tradición, su incompatibilidad con la nación cultural y la falta de guerras concretas. Mientras estas últimas fueron posibles ―recordemos que nuestra aristocracia guerrera se comprometió en el siglo pasado a liberar a todo el mundo conocido hasta entonces― se pudo alimentar y casi legitimar esta aristocracia en la medida en que los cubanos participaron de esta grandeza de imperio. Pero las guerras cubanas por el mundo, a pesar de que nunca tuvieron un real sentido, hoy ya no tienen posibilidades. Y entonces nos encontramos frente a una aristocracia guerrera que no tiene justificación, sentido ni viabilidad en el proyecto de nación.

Esto pone más de relieve su incompatibilidad de fondo con la nación cultural. Si nuestra aristocracia guerrera no puede reproducirse como clase en su interior, si su gestión y capacidades no sirven a la gestión moderna de una sociedad que exige cada vez más dispositivos flexibles y de naturaleza civil y cívica, y si su gestualidad sin funciones concretas invitan a la indiferencia de una sociedad cada vez más informal y posmoderna, ¿qué legitima la existencia superflua de una aristocracia militar? Parece que la amenaza de una guerra con los Estados Unidos. Sin embargo, ni siquiera esto la legitima. Para ello, esta amenaza debería ser una posibilidad de guerra perpetua. Algo que se nos ha vendido, por cierto, como la realidad intrínseca a nuestra condición nacional. Pero, más allá de esta necesidad acariciada de guerra perpetua, la aristocracia guerrera se agota en su primera condición: la reproducción de su biopoder. Excepto en la familia dinástica.

E interesante, la familia dinástica de los Castro es la única, la primera y la última que intenta dar cuerpo a la aristocracia en una dirección distinta a sus orígenes guerreros. Es decir, la única, la primera y la última que otorga títulos, beneficios, lugar y poder, todo al mismo tiempo, por el mero hecho del nacimiento. Y como en toda buena aristocracia, todas estas licencias se dan con independencia de méritos, función y capacidades.

Este desplazamiento de orígenes está muy conectado con otro fenómeno sociológico creciente: una elite de nuevos ricos en el mundo intelectual y artístico, necesaria como cortesana de esta aristocracia. Algo impensable con la aristocracia militar. La nueva elite practica ya la filantropía es decir, el desprecio positivo; mientras que la aristocracia se da el lujo del regaño, considerando como ingratos a los cubanos de las clases menesterosas que suelen expresar su malestar. Es decir, practican el desprecio negativo.

Pero con el desplazamiento de orígenes aparece el primero de aquellos tres problemas: la ausencia de tradición. Retomar sus antecedentes hispánicos no parece suficiente como legitimación. De hecho, algunas de las prácticas coloniales reanimadas: la concentración física de desafectos al proceso político, la carta de racionamiento, todo el pliego de medidas administrativas que parecen calcadas de las Ordenanzas de Cáceres ―que en nuestra era colonial regulaban al mínimo detalle lo que cada habitante del cabildo podía tener en su casa―; el destierro de los enemigos; la pena de muerte; la irresponsabilidad divina del poder; la crueldad medieval, que intenta y logra en no pocos casos reducir espiritualmente al hombre a través del sufrimiento físico y mental; el uso de la ley y del poder basado en ella como venganzas, que rompe su lógica cultural e histórica ―recordemos que la ley surge como sustituta de la venganza para hacer posible la civilización― y un largo etcétera, parecen jugar estructuralmente en contra de la legitimación de esta aristocracia. Y todo por un solo hecho: su falta de ascendencia. No hay línea genealógica a la que esta familia se pueda agarrar para justificar su captura permanente del Estado y para introducir social y culturalmente unas prácticas y modales de convivencia en el resto de la sociedad. Sé que es una comparación exagerada, pero la aristocracia británica sobrevive porque lograr transmitir a toda la sociedad el conjunto ritual de comportamientos, estilos y actitudes que les caracteriza, incluido el té de las cinco de la tarde.

Esta incapacidad de la familia dinástica de convertir a toda una nación cultural a sus modales y comportamientos, me lleva a la pregunta de si en ausencia de una fuerte tradición es posible inventar los gestos, las figuras, los tropos y los símbolos de una nueva aristocracia. No puedo responder satisfactoriamente esta pregunta en un sentido u otro. Y a juzgar por el castrismo cultural, me inclinaría a pensar que la tradición es fundamental en toda pretensión aristocrática.

Parece que, independientemente de los tipos y la diversidad, la aristocracia debe tener un sentido claro del honor, del respeto de las propias reglas, de los límites, del valor de la palabra y de los compromisos. Como la aristocracia vive más según códigos no escritos, y transmitidos de generación en generación a través de la enseñanza y la imitación, está más obligada que ningún otro sector a protegerse con el autocontrol. Ha sido el autocontrol el que ha forjado civilizaciones a lo largo de la historia en todas las culturas y continentes. Y este es, digamos, el mejor aporte quizá involuntario de las aristocracias que han sido. La familia dinástica cubana carece de estos límites que le habrían permitido fundamentar y legitimar a futuro, a través de los códigos y símbolos apropiados, su pretensión aristocrática.

En mis tiempos universitarios, en el primer lustro de los 80s del pasado siglo, escuché de un profesor un comentario que entonces no calibré en toda su significación. Dijo él que la Revolución Cubana moriría de su propio ímpetu y de su energía desbordada. Razonaba que esa tensa estabilización social conseguida a base de discursos, jornadas, metas y castigos no era sostenible a la larga por ninguna sociedad. Saludaba como su mejor logro, no la alfabetización, sino su institucionalidad constitucional, para mostrarse al final escéptico por el hecho de que la Revolución Cubana no podía desembarazarse de su pecado de origen: la permanente violación de sus propias reglas del juego. Y el profesor abandonó el paraíso.

El castrismo cultural se agota asimismo porque pretendiendo animar una aristocracia desde la ruptura con las tradiciones cubanas, perdió su propio control. Burló todas las reglas establecidas, e irrespeta constantemente la misma constitución limitada que le dio al cuerpo social creado. Esto tiene consecuencias, sin dudas, para las referencias políticas del futuro por su efecto de vacío en el repertorio simbólico e instrumental del poder. Un peligro cierto. Pero merece un análisis que no incluyo aquí. Y si la liquidación del castrismo cultural como aristocracia es algo que no interesa mucho, lo que merece plena atención son las consecuencias de su pretensión de dominio permanente sobre Cuba, vista esta como entidad social, como espacio físico, como posibilidad cultural y como imaginario.

El castrismo cultural ha supuesto de este modo la destrucción de Cuba en cuatro dimensiones básicas para todo proyecto de nación: como unidad económica, como espacio fluido de valores, como lugar para la integración de culturas y como república política de iguales. Hemos dejado de ser para no ser lo que nos dijeron que éramos. Esto es tanto un crimen de lesa cultura como un horror moral.

De ahí la necesidad de un nuevo contrato en la que recuperemos todo el optimismo de nuestra condición moderna como un medio para recuperar nuestra voluntad. Democratizándola.

¿Cuáles podrían ser las bases de este nuevo contrato? Estas solo deben ser definidas por los ciudadanos. Cualquiera de nosotros puede y debe tener lo que cree son buenas ideas para su país, pero lo más importante debe ser entrar a la plaza pública de definiciones con lo que John Rawls, un teórico estadounidense de la política, definió como el velo de ignorancia. Que, simplificadamente, no es más que un intento de evitar el razonamiento preconcebido con su clara tendencia al autoritarismo. No es que se puedan evitar con este procedimiento las propias ideas, sino que se participa desde la escucha y evitando el principio de autoridad que es contrario a la preeminencia del ciudadano y de la diversidad cultural para la legitimidad del Estado y las políticas públicas. Sí creo necesario el diálogo —una especie de democracia como la ve el teórico alemán Jurgüen Habermas— como fundamento del ejercicio compartido de ese velo de ignorancia. El diálogo como concepto, como instrumento y como estrategia.

Y esto es imprescindible en Cuba. Aquí se ha arraigado una concepción premoderna, pero anclada en la modernidad, que hace brotar la fuente de legitimidad no del ciudadano sino de las autodenominadas vanguardias. Ello ha trabado la modernización de la plaza pública de discusión política. En Cuba esta modernización no llega y seguimos confrontando el problema de la pretensión de esas vanguardias, con su concepto de que una clase de iluminados tiene el deber y el derecho de conducir a la masa por el camino correcto. El despotismo ilustrado en marcha. El dilema de los clérigos (y de la épica) en la sociedad que muy bien describió el pensador francés Julien Benda. Sin embargo, ¿qué derecho le asiste a alguien que haya guerreado o estudiado toda su vida, que haya desarrollado una disciplina cualquiera en una academia cualquiera, prestigiosa si se quiere, para determinar lo que otro ciudadano menos ilustrado o más cobarde ―o ilustrado y valiente de otro modo― debe tener, hacer o decir? Realmente ninguno. Los conocimientos y la capacidad hormonal para matar y morir pueden tener y tienen valor para la sociedad, desde luego, pero no otorgan poder vicario por encima y en representación del resto de los ciudadanos. Esa es la razón por la que la autoridad intelectual y política en sociedades políticamente modernas y formadas por ciudadanos y ciudadanas maduros se alcanza como crítica del poder. Cuando se trata de construir la convivencia, el intelectual y el guerrero son iguales al resto de los ciudadanos. Ni más ni menos.

El día en que sustituyamos el Nosotros, el pueblo ―un error sintáctico que desplaza el poder y la legitimidad hacia arriba― por el Nosotros, los ciudadanos habríamos triunfado como sociedad y nación.

Esa meta histórica en Cuba hace tanto más necesaria aquella modernización cuanto que la vanidad de los intelectuales y de los guapos es inmensa, precisamente en un país de despotismo ilustrado donde, históricamente, los intelectuales y los hombres de la guerra han sido incapaces de definir un proyecto más o menos satisfactorio de nación. Para empezar, toda su epistemología, la que les marca el saber posible, y sus prácticas de ordeno y mando han estado divorciadas de la planta cultural cubana. De manera que desde este fracaso histórico y cultural se puede erigir la nueva plaza pública de discusión y definición sobre el fundamento más legítimo: el ciudadano en toda su diversidad y pluralidad. El modo de desplazar el poder y la legitimidad hacia abajo.

Manuel Cuesta Morúa

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