Por: Cubaencuentro
El Dr. Carlos Moore es un académico e investigador cubano que sufrió desde temprano el acoso del régimen de La Habana. Su caso es una muy singular expresión de identidad. Se acerca acaso a lo que Néstor García Canclini conceptualiza como cultura híbrida. Cuba, Norteamérica, varias islas de las Antillas, Francia y países africanos marcan sin duda su pasado y su ser actual, sin olvidar la lengua que heredó de España. No sólo la cultura de Moore es múltiple, sino que se cohesiona precisamente en su heterogeneidad, en sus espacios obligatoriamente fronterizos.
En un principio, la siguiente entrevista se dedicaría a la solidaridad que se está generando entre los afrobrasileños hacia los negros hostigados por el poder racial y político en Cuba. Pero la biografía del exiliado fue ganando en el diálogo espacios primordiales. Si su exilio enseña pasos usuales de tal condición, también muestra caminos no frecuentemente transitados.
Quizá Freud debió sumar el definir —o por lo menos intentarlo— como otra de las pulsiones humanas. Dueño de una cultura libresca que conjuga con aquella que le hierve debajo de la piel, el activista, académico y escritor Carlos Moore se hace y rehace en la lucha por poner un poco más de justicia en el presente, aunque sin percatarse acaso de que esto será, en cualquier instancia, un esfuerzo para acercar el futuro y poner allí una llama que entibie a aquellos que todavía no han abierto al mundo los ojos asombrados.
En varias fotos usted aparece cerca de Fidel Castro, y podría pensarse que tuvo lugar una aproximación que fue más allá del encuentro efímero…
La verdad es que yo nunca tuve cercanía con Fidel Castro, y si la hubiera tenido no me avergonzaría de ello. Media una distancia muy grande entre nuestras respectivas edades y yo ni siquiera pertenecí al Movimiento 26 de Julio. Sólo colaboré con ese movimiento en Nueva York, cuando adolescente. Fue en esas circunstancias que, cuando el vino para dirigirse a la Asamblea General de la ONU, en septiembre de 1960, tuve la oportunidad de conocerlo por primera vez. Eso fue en el Hotel Teresa, en Harlem —donde él y su séquito se hospedaron— durante una recepción en su honor. Yo era un don nadie, ferviente adepto de la causa que él capitaneaba. Él era el gran dirigente de la Revolución que yo admiraba.
La segunda vez que lo vi, fue en medio de la calle, en La Habana, y aproveché para decirle que no concordaba con lo que él decía, que el racismo había desaparecido en Cuba. Fui a parar ante el Comandante Ramiro Valdés; firmé una «confesión» negando que hubiera racismo en Cuba, y se me envió a un campo de trabajo en Camaguey. Fue en esa ocasión en que, para mi, terminó la luna de miel con el régimen.
Si lo invitara a un balance autobiográfico, dónde situaría a África, la tierra ancestral de gran porción de los cubanos.
Rompí con el régimen cubano en 1963, refugiándome precisamente en una embajada de un país africano (Guinea). Mi desafección vino por la manera en que el gobierno revolucionario estaba manipulando la cuestión racial, mientras mantenía intacto todo aquel edificio racializado y monopolístico que heredó. O sea, que, en ese renglón, pese a los muchos logros sociales obtenidos, se mantuvo una continuidad cómoda con la Cuba anterior a la Revolución.
Comprendí que la minoría blanca que arribó al poder, en nombre del marxismo, no tenía una mentalidad diferente sobre la cuestión racial que la minoría racial que la precedió. Rompí y me marché a África, porque me sentía más cercano a ese continente —sean cuales sean sus problemas internos— que a España. Yo no soy español; soy afrocubano y me identifico emocional, política y culturalmente con las culturas y los pueblos de ese continente. Comprendo perfectamente que los hispano-cubanos difieran.
Académico por muchos años en varias universidades, ¿podría usted decir cómo conjugó esta vida, que se suele imaginar apacible, con el activismo antirracista? Sin olvidar que su libro Castro, The Blacks, and Africa constituyó la primera profundización en un tema también fundamental de la historia reciente de Cuba, elogiado por intelectuales como Alex Haley, el autor de Roots, y criticado por otros.
Soy «gramsciano» en el sentido de considerar que el intelectual debe ser, efectivamente, «orgánico»; aquel que combina acción social y reflexión critica. Esa es la visión que más se aviene con mi personalidad y formación académica. Me formé en Francia, donde los profesores suelen tener intensas vidas políticas, y donde hay desprecio por el académico burocrático que sólo piensa en hacer carrera. Soy un investigador nato y creo que mi función es ayudar a resolver los problemas de la sociedad, no proteger los intereses de las elites dominantes. Me gusta ser criticado; por lo menos indica que incomoda lo que digo, y eso siempre es bueno.
Tengo entendido que usted visitó Cuba hace relativamente pocos años. ¿Cómo se produjo aquella visita y cuál fue la impresión de un país del que estuvo separado por largo tiempo?
Cuando el régimen se vio en aprietos, tras el desplome de la URSS, se autorizó mi regreso a Cuba, después de 34 años de hostigamiento y prohibición oficial de entrada. Volví en el verano de 1997 para encontrarme con una realidad dolorosa: cubanos que ya no creían en nada, o aquellos que seguían creyendo en las más absurdas mentiras del gobierno; prostitución, corrupción y degradación moral y social. Y, además, había hambre.
Pero también encontré orgullo y añoranza por aquella primera etapa de la Revolución, donde se soñó con una nueva sociedad, libre y democrática. Me encontré con un país totalitario y cerrado, donde la nomenclatura dirigente parecía vivir en Marte. Y me encontré con un racismo y con prácticas de discriminación racial tan obvias y chocantes, que me sorprendieron.
¿Pudo conversar con Walterio Carbonell, el autor de Crítica: cómo surgió la cultura nacional?
Walterio fue mi mentor en los primeros años de la Revolución; fue mi amigo y mi aliado político. Nos queríamos mucho. Por eso, apenas puse los pies en la Isla, lo procuré. El espectáculo que presencié al verlo me llenó de dolor, horror y rabia. Lo habían destruido síquicamente en los manicomios donde fue internado después de haber resistido por años, indómito, en los campos de la UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción). Verlo así, destruido, desorientado, incoherente, me partió el alma. El pueblo de Cuba nunca lo olvidará. Un día se le celebrará como uno de nuestros más audaces pensadores.
Usted viaja constantemente como parte de su trabajo académico, pero Brasil ocupa desde hace tiempo un lugar especial. He sabido, además, que se está levantando allá un movimiento de solidaridad con los disidentes cubanos, y en particular con los de raza negra…
Brasil es un país cuya población negra se acerca al 55% y, en ese sentido, guarda semejanza sociológica e histórica con Cuba. Pero, además, la población afro-brasileña se parece mucha a la de Cuba: iguales tradiciones religiosas (candomble); parecidos hábitos culinarios; el mismo optimismo social, pese a la gran miseria que reina en ese país; y la misma capacidad para resistir la aplanadora llamada occidentalización. En Brasil me siento como si estuviera en Cuba. Mi vinculación con los movimientos sociales negros de allá es profunda. Y, efectivamente, ahí se está desarrollando un amplio movimiento de apoyo al Dr. Darsi Ferrer y a la causa que él tan dignamente representa. La carta del profesor y ex senador federal, Abdia do Nascimento, es una prueba irrefutable.
¿Comienzan en 1999 sus vínculos con el movimiento negro brasileño?
Mis relaciones con el Movimiento Negro del Brasil surgieron, concretamente, con un encuentro que sostuve precisamente con Abdias do Nascimento, en La Habana, en el año de 1961. Él estaba de visita en Cuba y yo acababa de volver al país desde Estados Unidos, para integrarme totalmente a la Revolución. En aquella ocasión, él me hizo descubrir la dimensión latinoamericana del racismo, y con énfasis en Brasil. O sea, que a partir de ahí yo nunca tuve la menor ilusión al respecto.
Más adelante, cuando vivía ya exiliado en Senegal, vino a visitarme la otra dirigente histórica del movimiento negro brasileño —Lélia González, mujer carismática, brillante y generosa. Amaba mucho a Brasil, la música, la comida, la manera de ser de la gente, pero yo tenía prohibida la entrada en Brasil por causa del régimen militar. Brasil, junto con Haití, son los países en este hemisferio con los que más me identifico.
Por fin, en 1999, tras un accidente que por poco me cuesta la vida, decidí renunciar a mi cargo en la Universidad del Caribe y mudarme para Brasil, donde ya tenía muchísimos amigos. Nunca lamentaré esa decisión que me permitió terminar mi autobiografía y regresar a lo que más me gusta: la investigación etnológica. Mis vínculos con el Movimiento Negro de Brasil son estrechísimos.
En la actualidad, además de escribir (lo sé por su libro O racismo a través da historia: Da antiguedade à Modernidade [2007]), ¿cuáles son sus actividades fundamentales en el gigante sudamericano?
Cuando el presidente Lula llegó al poder en 2003, dictó una ley que obliga a todas las instituciones educativas a enseñar la historia de África, de los pueblos de origen africano, y, de modo general, analizar la manera en que se pueda combatir el racismo. No hay otra ley como esa en todo este hemisferio. No es perfecta, pero es un inicio.
Mis actividades consisten en obrar a favor de su implementación, realizando workshops con los profesores y conduciendo seminarios para estudiantes. O sea, que me paso el tiempo dictando conferencias en las universidades y trabajando con los movimientos negros brasileños. El tiempo restante, me lo paso escribiendo los libros que aún están en mi cabeza. Mi recién publicado Pichón: raza y revolución en Cuba, es el primer libro de una trilogía autobiográfica.
Por una extraña coincidencia, a un activista y exiliado se le suele preguntar por sus momentos más dolorosos, por sus añoranzas… Yo le pregunto por su momento más intenso, más feliz.
¿El momento más intenso y feliz de mi vida? Sin ninguna duda, fue el período de 1974 a 1980, cuando viví en África. En Nigeria primero y después en Senegal. Allí me vinculé estrechamente con el científico Cheikh Anta Diop, gran amigo, aliado y mentor. Creo que fue él quien más impacto mi vida intelectual. Pero aquel que me abrió de par en par las puertas a la vida, a la música y al disfrute de las cosas sencillas, fue indudablemente mi amigo, Fela Kuti, el mayor y más irreverente rebelde de África. Me fascinó a tal punto que terminé escribiendo su biografía, This Bitch of a Life (Esta Puta Vida), que acaba de ser reeditada en Estados Unidos en 2009.
África fue el punto culminante de mi vida, el ápice de la felicidad. Allí vi crecer a mi hijo, hablando el Wolof, la lengua dominante de Senegal; jugando en las calles, feliz, como cualquier otro muchachito africano. Todo ese período de mi exilio, en Francia y en África, lo pasé al lado de mi primera esposa —negra estadounidense— ¡una tremenda mujer! Pero después de 18 años juntos, el peso del exilio, etcétera, derrumbó nuestro matrimonio. Me fui a vivir a Guadalupe y, diez años después, me volví a casar; esta vez con una guadalupeña.
En los dos matrimonios tuve suerte, puesto que me casé con mujeres muy generosas, inteligentes e íntegras. Sin ellas, dudo que hubiera podido sobrevivir a la prueba a la que me sometió el régimen cubano. Con mi primera esposa tuve mi único hijo biológico. Mi segunda compañera ya tenía dos hijitos pequeños, que yo ayude a criar. Y luego, al mudarme para Brasil, adopté a una brasileña de familia paupérrima, que vivía en una favela pero quería estudiar. Chico, yo hice con ella exactamente lo que se hizo conmigo; le di una oportunidad. Hoy, es estudiante de Sociología en la universidad.
Para muchos es un asunto de lealtad afirmar que les gustaría vivir sus últimos años en Cuba. ¿Sucede lo mismo con Carlos Moore?
No particularmente. Me siento bien dondequiera que esté. Los escudos e himnos, las banderas, ni me conmueven ni me interesan. Y lucho por abolir las fronteras entre países y todas aquellas que separen a los seres humanos. Las personas son básicamente las mismas en todas partes, y los problemas también. En Brasil, lucho por, y contra, las mismas cosas que luché en Cuba.
Claro que me gustaría vivir algunos años más para producir un poquito más, pero eso no es tan importante. Morir hoy o mañana, ya sea en Cuba, Jamaica, África o Brasil, no me parece lo más importante. Siento que, fundamentalmente, ya di mi contribución, y no sólo en términos del país en que nací, sino en todos aquellos países en que me tocó vivir. Me siento muy afortunado de haber vivido.
Documental realizado por Eduardo Montes-Bradley con la colaboración de Carlos Moore sobre el Apartheid en Cuba (en inglés).