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50 años después: un nuevo contrato para Cuba ¿Por qué un nuevo país? La aproximación política

democracia-400x300 [1]Lo que expongo a continuación ya es conocido de forma reducida en algunos círculos. Una versión del texto presente apareció publicada en un número especial de la revista Consenso, como resultado público de una viva discusión dentro de la organización política a la que pertenezco. Pero en un nivel más profundo, el diagnóstico que aquí aparece se debe a un cerrado debate intelectual precedente, que también apareció en Consenso, sostenido por un grupo de intelectuales cubanos, y no cubanos, —bajo el título de 25 plus 25, pensando la nación— preocupados por el futuro de Cuba. Una preocupación compartida, afortunadamente, por más de un cubano.

La cuestión básica es precisamente esta: ¿a dónde va la nación cubana? Casi todo el mundo coincide, para decirlo popularmente, en que estamos seriamente embarcados. Y como del embarque hay que salir de un modo razonable y civilizado, algunos amigos, más allá de ideologías, nos dimos a la tarea de pensar y discutir, leer y releer, y sobre todo de imaginar. La conclusión de todo ello es una: necesitamos un nuevo país y la refundación de nuestro proyecto nacional. Una conclusión para la que no hay que estudiar mucho si se parte de la más sencilla de las premisas: Cuba es de todos los cubanos.

Esta premisa sencilla fue olvidada. Como hemos sido atrapados por procesos políticos muy duros, la gente se acostumbró y se dejó impresionar e intimidar por la idea de que Cuba pertenece a un grupo especial de personas que se dan en llamar revolucionarios. Cubanos y extranjeros, todos, hemos aceptado esta clasificación, que puede tener mucha densidad y categoría, pero que no coincide con la cultura y la nacionalidad, que son las dos primeras condiciones de pertenencia a Cuba y a cualquier nación, y por encima de las cuales todo lo demás puede ser daño o beneficio colaterales, según el ángulo de posición. Todavía hoy, después del desgaste casi grotesco de todos los significados más respetables del concepto de revolución —lo de la Venezuela de Hugo Chávez es de espanto—, mucha gente se pone a la defensiva por desear cambios para su país, diciendo que ellos no son contrarrevolucionarios cuando por estos deseos naturales para quienes han nacido en cualquier comunidad cubana reciben el ataque psicológico del mentalismo revolucionario. Lo cual significa que todavía están atrapados por la clasificación de los otros, y no disciernen que el poder de la semántica coincide aquí, no tan extrañamente, con el poder de las armas. Y así no se vale. Al menos en el campo de las palabras y de las ideas.

En todo caso, más allá de esta discusión, quién define qué es la pregunta fundamental que debemos hacernos para no dejarnos impresionar frente a nada ni nadie. Y la nación no la define un grupo autolegido, sino el ciudadano: el único legitimado para tales empresas. Simplemente la revolución como fuente de derecho, tal y como la definió el jurista español Fernando de Azúa, es una concepción reaccionaria. Lo que tal jurista y sus seguidores pasaron por alto, quizá convenientemente, es que llega el momento en el que las revoluciones se hacen del poder, y ahí desafortunadamente no han diferido ni de las formas ni de las justificaciones de los modelos más tradicionales. En muchos casos —el de Cuba es especial en este sentido— han revivido modos y fundamentaciones que se suponían sepultadas por la modernidad. Una ironía simpática es que, una vez en el poder, las revoluciones utilizan sin tapujos y profusamente los conceptos de subversión y estabilidad para defenderse de sus adversarios. Los conceptos políticamente menos revolucionarios que podrían existir y que harían aplaudir a Metternich, aquel canciller austriaco que logró la confabulación más estruendosa y fina contra la revolución francesa.

La segunda constatación de que el ciudadano es el legitimador por excelencia si queremos evitar el regreso a los Estados de origen más o menos divino, fue la esencial. Y el resultado entonces no fue solo discutir, leer y releer acerca de Cuba, sino trabajar por un nuevo país desde los ciudadanos. Claro, siempre es necesario un proceso de autorreflexión acerca del lugar en que nos movemos, en torno a quiénes somos, de dónde venimos, y del momento exacto en el que estamos.

Así nació este texto, como parte de un proceso de reflexión que intenta también definir la necesidad de un nuevo país por la historia, por los sujetos políticos y culturales, y por la mentalidad de sujetos y actores en y para el proyecto nacional que necesitamos. Además, y desde luego, la reflexión incluye una consideración sobre el contexto internacional para explicarnos nuestras opciones y posibilidades como nación; algo que en Cuba es fundamental porque nuestra nación se ha definido históricamente en términos negativos. A quién no debemos pertenecer, más que a quién pertenece la nación es un antiguo dilema no resuelto. Cada una de estas reflexiones aparecerá en un texto específico para entender el proceso en sus dimensiones concretas. La que sigue fue y es una versión algo corregida de la primera de esas reflexiones: un diagnóstico del por qué necesitamos un nuevo país.

Finalmente, debo aclarar que aunque estas ideas son parte de un debate compartido entre cubanos que preparan sus papeles de trabajo, como se dice actualmente, e intentan dar impulso a la Fundación Nuevo País, lo que he expresado aquí, y expresaré en el futuro en cuanto al tema urgentísimo de la nación cubana, es enteramente mi responsabilidad; siguiendo los criterios de que todos tenemos la responsabilidad de pensar y trabajar por Cuba, de que uno no debe embarcar con sus testarudeces a los demás y de que, en lo adelante, a nadie se le ocurra la ridícula y peligrosa idea de que puede tener algo cercano a la verdad absoluta. Y por supuesto, un cuarto criterio es fundamental: no dejarnos intimidar por las palabras, su vehemencia acompañante o la violencia del poder.

El hecho del pluralismo: condición de la política civilizada

Una nueva era comenzó. Desde Pretoria, en Sudáfrica; pasando por la Paz, en Bolivia, hasta llegar a Washington, en los Estados Unidos. ¿Su fundamento? Un movimiento cultural que ha venido forjando nuevos contratos sociales y políticos para la mayoría de las sociedades. En el Norte y en el Sur.

El fin del apartheid en Sudáfrica fue la cruda expresión política de ese movimiento cultural, que mostró la inviabilidad ética de las hegemonías culturales en territorios poblados de diversidad. La solución reconciliatoria de Nelson Mandela captaba el mensaje de que el nuevo contrato sudafricano no podía basarse en una nueva hegemonía, que arrinconara a las diversas tradiciones dentro de una misma nacionalidad.

En el hemisferio occidental ese nuevo contrato empieza por Bolivia, con el ascenso de Evo Morales al poder como representante de la América ancestral olvidada y expoliada. Y aun cuando esta amenaza con repetir el mismo esquema de hegemonías contra el que luchó, su importancia está ahí: el hemisferio occidental se abre a ese movimiento cultural que define la nueva legitimidad de los contratos sociales y políticos del futuro: la diversidad cultural vehiculada a través del ciudadano político.

La última y más vigorosa expresión de ese movimiento es el ascenso de Barack Obama al poder en los Estados Unidos. Y su llegada introduce un matiz que confirma la irreversibilidad de ese movimiento cultural: el ascenso de las minorías, dada su capacidad para construir mayorías, al campo legítimo de las decisiones políticas.

La nueva era comienza pues con dos poderes conectados: el poder de la diversidad para la reconstrucción civil de los Estados y el poder de la imaginación que esta diversidad provee, para la solución de los problemas que el mundo ha heredado del exceso de hegemonías fundadas en criterios de superioridad. Es el triunfo claro de la nueva antropología y de su estética asociada, lo que tiene pocos precedentes globales.

Cuba: necesidad del pluralismo político para completar la nación

Cuba, necesitada de firmar este nuevo contrato para estructurar un nuevo país, se aleja peligrosamente de esta corriente global, 50 años después del fracaso de su propio esquema de hegemonías.

En julio de 2006 parecía que las autoridades cubanas se acercaban a la sociedad para entrar en esa nueva era, y para dar los pasos iniciales en dirección a este nuevo contrato. Tres años y medio después, desaprovechan irresponsablemente la oportunidad, solo para contemplar cómo los Estados Unidos le tomó la iniciativa dentro de este movimiento cultural.

Más allá del contraste o la comparación entre las dos sociedades, el asunto es capital, desde el punto de vista estratégico, debido al diferendo político y cultural que enfrenta al gobierno cubano con la clase política estadounidense, y a la importancia de las decisiones políticas de Washington para el tipo de respuestas defensivas del gobierno de Cuba.

La parálisis en el proyecto —que no proceso— de “cambios estructurales y conceptuales” que exige el país viene a reflejar, en todo caso, tanto la falta de imaginación de la actual hegemonía política de Cuba como su incapacidad para absorber la fuerza, los elementos y las consecuencias civiles de nuestra propia diversidad cultural, lo que estaría poniendo en peligro la continuidad de Cuba como nación viable en el mediano y largo plazos.

El peligro es también inmediato, aunque sus consecuencias sean estratégicas. La pérdida acelerada de confianza en el gobierno acelera la pérdida del tiempo-confianza en la sociedad y, lo más importante, la confianza-país. El hecho de que cada vez más ciudadanos estén dispuestos a dejar atrás la ciudadanía revolucionaria a favor de la doble ciudadanía es una muestra de desconfianza en las posibilidades de Cuba como nación. Un mensaje de que en Cuba se puede vivir como español, francés, norteamericano o italiano es decir, como ciudadano global, pero no como cubano.

Hay aquí una primera ruptura fundacional que en estos momentos se enfrenta a otros dos peligros: el primero, la ausencia de liderazgo y visión del gobierno para afrontar los desafíos del país en una época global; y, el segundo, su perseverancia metafísica en la idea de una “Revolución” que aceleradamente va perdiendo sus registros sociales para fortalecer sus registros punitivos. Ella se apoya en la policía más que en los filósofos. Da primero un pan, para ofrecer más tarde el castigo.

Ciertamente el gobierno cubano acumula mucho poder pero carece de liderazgo. La clase de liderazgo que demanda un país cuando se enfrenta, cumulativamente, a un desafío económico, a un desafío cultural, a un desafío sociológico, a un desafío de información, a un desafío del conocimiento y a un desafío generacional; más los peligros evidentes de toda nueva época. Pero frente a la desafortunada noticia de un país sin liderazgo, tenemos la afortunada noticia de un país con estabilidad. Aquellos desafíos podrían resumirse, por tanto, en el siguiente dilema: ¿cómo el gobierno logrará mantener un modelo político que se encuentra por debajo de la inteligencia básica, la experiencia acumulada de la sociedad cubana y el pluralismo cultural?

Ante ese dilema, el gobierno ha sacrificado las opciones posibles de un nuevo liderazgo ante la metafísica de la “Revolución”.

¿Revolución progresista o revolución conservadora?

Pero, 50 años después, ¿puede hablarse, más allá de un recuerdo y de un nombre, de Revolución Cubana? Desde el punto de vista de la convicción ―un soporte psicológico, no cabe dudas de que existe. Es el tipo de convicción que funda la existencia de las religiones y que solo cabe respetar en su dimensión específica. Pero desde el punto de vista de sus propuestas iniciales, la Revolución Cubana hace tiempo ya que se disolvió en su único alcance asumible: la independencia y soberanía externas de Cuba. Quienes defienden al gobierno de Cuba con el expediente de la Revolución, nunca contestan satisfactoriamente estas dos preguntas: ¿es Cuba el único país donde existen la salud y la educación gratuitas?; ¿es legítimo que las actuales generaciones de cubanos se planteen la necesidad de otra Revolución?

Pero los revolucionarios no se rinden, ni siquiera ante la clara evidencia de que la Revolución Cubana ya no existe. Y la Revolución Cubana ya no existe porque, más allá de la convicción y de sus propuestas, ella fue, por naturaleza, una revolución conservadora. Frente a tres sujetos que por su condición antropológica darían contenido a toda revolución emancipatoria en el siglo XX, y dentro de sociedades diversas, el gobierno cubano plantó una defensa activa que cerró las posibilidades de una modernización social, política y cultural coherente, en consonancia con la dinámica mundial: el feminismo, los negros y el movimiento homosexual y de lesbianas. Lo que constituyó una señal temprana de la naturaleza conservadora del proyecto del 59. El cierre de Cuba como respuesta inicial a la libertad que en los años 60 del siglo XX comenzaba a acercar a los ciudadanos de todo el mundo: la libertad de movimiento, fue el sello de ese conservadurismo que desconectó a los cubanos de su dinámica fundacional como país. Y su reacción ante el impacto de la tecnología fue y es antediluviana: comprobar el impacto político sobre el régimen de procesos tecnológicos que son democratizadores en sí mismos. Todavía hoy en Cuba se discute sobre estos asuntos, presentes aquí a pesar y contra las políticas del Estado, pero que están incorporados hace tiempo a la realidad de la mayoría de las naciones: desde Haití hasta Suecia.

Por su naturaleza, la Revolución Cubana es la expresión última, en el siglo XX y lo que va del XXI, del proyecto criollo de modernización, con sus dos modelos más claros: el modelo ampliado de plantación-economía exportadora-poder, y el modelo restringido de hacienda-bodega-dominación, más anclado este en la estructura de la conquista española de América. Ese proyecto de modernización inició su larga marcha por la invención hegemónica de Cuba en el siglo XIX. Y ese criollismo conservador se actualizó a través de una dictadura de benefactoría social que creó, con la Revolución Cubana, el segundo Estado jesuita del hemisferio occidental, después del Estado del mismo tipo fundado por el Dr. Francia en el Paraguay del siglo XIX.

Sus más importantes logros tienen que ver con su capacidad para que la juzgaran a partir de lo que dice de sí misma, con su programa para detener la pobreza en los límites de la miseria que exhiben muchos países del Tercer Mundo y con su visibilidad confrontacional con la primera potencia del mundo: los Estados Unidos. Nunca fue un proyecto de futuro.

Estos éxitos de imagen y de cohesión mínima alimentaron cierto romanticismo de izquierdas y de derechas, muchas veces en el límite de la obscenidad política, del oscurecimiento de la historia antes de 1959 y del racismo cultural, y una visión de frontera posimperialista por su oposición constante a las políticas de los Estados Unidos. Ellos enmascararon la estructura conservadora de la sociedad que la “Revolución” animó, y el imperialismo revolucionario hacia el Tercer Mundo: en forma de misiones militares o de misiones médicas y educativas.

El éxito de esta revolución conservadora, por 50 años, permite entender cómo, con el paso del tiempo, la llamada Revolución Cubana se convierte en una revolución de expectativas decrecientes, que hizo de la cartilla de racionamiento una virtud, del afán de modernización una contrarrevolución y del intercambio con los Estados Unidos un problema de seguridad nacional. Esto último, llevado al límite, ha significado un debilitamiento cultural del país frente al desafío que representan los Estados Unidos en términos de continuidad cultural de la sociedad cubana, podríamos hablar ya de la fruta madura cultural y un agotamiento del proyecto criollo en su incapacidad para darle seguimiento y continuidad a sus políticas en una época de plena globalización. En la medida en que este proyecto criollo ha pretendido identificarse con los fundamentos de Cuba, pone en peligro también la viabilidad de la nación.

Como proyecto criollo, con un pie puesto en la estructura de la España colonial, lo que permite entender la discriminación estructural del gobierno a los nacionales, la Revolución Cubana es un proyecto de hegemonía y dominación que ha legitimado la “contrarrevolución”; solo que aquella hecha por los revolucionarios en el poder.

El contrato original de 1959, fundado en una complicidad positiva entre sociedad y nuevo poder revolucionario, se actualiza en 1961 perfilándose como socialista; lo vuelve a hacer en 1976, con una Constitución que establece la hegemonía y superioridad de los comunistas; se quiebra en 1979 con la visita de quienes habían abandonado el país; se rompe en 1980 con los sucesos de la embajada del Perú y del puerto del Mariel; vuelve a actualizarse en 1992, con la admisión de otro universo moral dentro del partido comunista y con la laicización constitucional del Estado; se rompe una vez más en 1994, con los eventos del Malecón de La Habana; y trata de reactualizarse con la liberalización de los mercados agrícolas, y de otras áreas, que más tarde son distorsionados.

A lo largo de todos estos momentos el gobierno ha hecho lo uno y lo contrario para sostenerse en el poder, independientemente de que unas prácticas económicas, sociales o políticas hayan estado en contradicción con las anteriores o posteriores. Y todo en nombre de la Revolución Cubana. Cada una de estas “revoluciones” y “contrarrevoluciones” hechas desde el poder, le han divorciado cada vez más de la sociedad y le permitieron, finalmente, en 2002, replantear su relación orgánica con los ciudadanos.

Sí, “dentro de la revolución, todo”; pero “dentro de la contrarrevolución, también”: este parece ser el epílogo del proceso político iniciado en 1959.

Incapaz de hacer la crítica de sus fundamentos ―a diferencia de las democracias representativas, la Revolución Cubana no permitió una discusión a fondo de sus pilares, lo que explica su falta de democracia el gobierno emprende en 2002 una reforma constitucional ―una auténtica contrarreforma política que fue la última y definitiva ruptura del proyecto criollo con los ciudadanos cubanos ruptura lógica y necesaria para poder establecer en el futuro un nuevo contrato y replantear la fundación nacional sobre el proceso ya más logrado de nación cultural.

Y al declarar constitucionalmente la irreversibilidad del “socialismo”, el gobierno pulveriza los precedentes constitucionales de la fundación de Cuba. Desde nuestros orígenes como proyecto de nación, estos asimilaron, sin contradicción, esa unidad de súbdito y soberano que está en la base del ciudadano moderno. Súbdito de la ley, soberano para conformarla, los cubanos perdimos con esa contrarreforma la condición de ciudadanos que es pulverizada y la relación orgánica con un Estado que solo sabe y le importa justificarse a sí mismo. A partir de aquí quedó claro que para el Estado los cubanos somos únicamente fuente de deber, no de soberanía.

Si se quiere entender, entonces, por qué la relación de los cubanos con su Estado es fundamentalmente cínica, donde se supone que debe existir una relación ética, la razón puede encontrarse en esa fluidez estática que la Revolución Cubana ha establecido con su sociedad, hecha a base del supuesto de que-lo-que-es-no-es, pero debe-seguir-siendo-como-si-fuera, para lograr la supervivencia mutua en medio del apagón del futuro y la suspensión de toda perspectiva estratégica, tanto para el país como para los proyectos personales.

La complicidad y el engaño mutuo sociedad-Estado vienen a forjar, durante 50 años, ese modus vivendi que ha disuelto más de una esperanza y colocado al país en un callejón sin salida. La corrupción como zona de tolerancia compartida tanto por el poder como por los ciudadanos, en medio de una tensión vital, es el ejemplo claro del progresivo hundimiento nacional y de la desmoralización en picada de las bases decentes de la convivencia.

La última definición dada por Fidel Castro el 1ro. de Mayo de 2000 de lo que es la Revolución Cubana, solo viene a confirmar el diagnóstico: durante 50 años ella viene haciendo un costoso tránsito desde la justificación por sus esencias a la justificación por sus circunstancias. En tal sentido, “contrarrevolución” y “revolución” son palabras al vacío fijadas en el vocabulario general de la sociedad para el control psicológico, a las que los cubanos le temen por su capacidad para el ostracismo social, o que buscan como contraseña política para la admisibilidad también social. Fuera de esto, y solo para una ínfima minoría de hombres y mujeres honestos, tienen un sentido de comunión en la obra y defensa de un pasado, que no contradice la respuesta a esta pregunta: ¿qué es en definitiva la Revolución Cubana? Esto: el poder y sus circunstancias.

Del Estado medieval a la nación moderna

50 años después, Cuba necesita un nuevo contrato. Uno que nazca de políticas de Estado y que ancle en el ciudadano como fuente única de soberanía y de poder. El tipo de Estado medieval que la Revolución Cubana inauguró, y que establecía al mismo tiempo dos fuentes originales de derecho y soberanía ―la Revolución y el pueblo, desquició la relación entre los cubanos y su Estado, colocando a aquellos al servicio de este. Cuando todo Estado moderno debe estar, en principio y por principio, al servicio de los ciudadanos, en Cuba se invirtió la relación. El hecho de que ningún cubano pueda demandar al Estado, a sus funcionarios o a sus órganos ante los tribunales es algo más que un abuso de poder: es el establecimiento del abuso de poder como un principio estructural. La humillación diaria del “ciudadano” frente a los que se supone son sus servidores públicos, es el índice más claro de la perversión que crea esta relación invertida.

El lapso de dos generaciones es tiempo suficiente para que las sociedades funden un nuevo contrato. El signo de vitalidad de una cultura radica en las preguntas fundamentales que cada cierto tiempo los gobernados le hacen al poder y a los que aspiran a ejercerlo. No se trata de un reajuste simple o de una rectificación cualquiera de los mecanismos de convivencia, sino de un repertorio de preguntas nuevas o dormidas que cuestionan a fondo pareceres, formas de control, modos de convivencia, estilos de vida y lenguajes de comunicación. Esto es algo más que la queja, el malestar o la inquietud; es la expresión de un desajuste básico entre la visión que el poder tiene de la sociedad y la que esta tiene de sí misma. De la comprensión de esto nace el liderazgo; de su desprecio, nacen la dominación o el caos.

En Cuba llevamos cuatro generaciones sin que las preguntas fundamentales que muchos cubanos han hecho y vienen haciendo encuentren algún tipo de respuesta satisfactoria. A cada pregunta generacional, el gobierno ha respondido con un desplazamiento del liderazgo a la dominación.

Este alejamiento continuado de la realidad viva de la gente ha provocado un divorcio con el país: del poder, a través de su encierro en la “Revolución” que ya tiene su propio pasado desde el que puede y debe ser juzgadas, y de los cubanos, mediante su encierro en el mundo privado. De ahí que todos hayamos perdido la visión de la nación a favor de pertenencias más seguras como la familia y, en el peor de los casos, el yo-egoísta, y perdido también la visión de Estado por su remate en ese tipo de Estado patrimonial que sirve de asiento a tres tipos de familias: las familias consanguíneas de los hermanos Castro, las familias guerreras de la Sierra Maestra y las familias políticas cooptadas que sobreviven como funcionarios sin un liderazgo socialmente construido.

Cuba: un país fallido

Como legado de la Revolución Cuba es, en consecuencia, un país fallido, sucesiva o simultáneamente rescatado por intereses foráneos que vuelven a encontrar aquí el espacio-enclave apropiado para el ejercicio de sus geoestrategias culturales, económicas, políticas y diplomáticas, no siempre en consonancia con nuestros intereses nacionales.

¿Por qué país fallido? Veamos.

El país político se rige por un estado segmentado en torno a varias familias naturales y políticas que mezclan poder económico, militar, político y simbólico con la toma de decisiones patrimoniales, alejados de los cubanos.

El país institucional se debilita a través de dos entidades, el partido comunista y la Asamblea del Poder Popular, que pierden su legitimación social por su incapacidad para expresar la multiplicidad de intereses, de voces culturales, ideológica y política de los cubanos. El primero, el partido comunista, sigue reivindicado una superioridad y legitimidad auto otorgadas para poder ejercer el control sobre la diversidad de visiones del mundo, tradiciones culturales y opciones cívicas de la sociedad cubana. La segunda, la Asamblea del Poder Popular, desconectó a los ciudadanos, para destruirlos como entidad, de su derecho legítimo para la formación de la voluntad jurídica, aceptando la subordinación legal de la voluntad popular que dice representar, a la voluntad política e ideológica que se construye en otros espacios de poder.

El país económico refleja un estado que la palabra desastre no logra describir. Una estructura de propiedad sin consistencia, por su dependencia patrimonial y discrecional del Estado esto explica la crisis estructural de la agricultura y el daño estratégico a la seguridad alimentaría; una planta productiva obsoleta; una estructura económica que no satisface ni las necesidades internas, ni la formación heredada del capital humano, ni desarrolla o aprovecha las ventajas comparativas del territorio, ni logra armonizarse con los cambios mundiales: tanto en los enfoques creativos, en los niveles tecnológicos, en la estructura de los mercados como en la formación de capital. La venta desesperada de servicios médicos y educativos al extranjero, ―en contradicción plena con los fundamentos ideológicos que los conformaron, y que los colocan en el circuito mundial del capitalismo, no sirven estructuralmente para compensar las necesidades de una sociedad cada vez más improductiva. Si agregamos a esto el endeudamiento externo Cuba es el segundo país más endeudado del mundo después de Indonesia la economía cubana podría declararse ahora mismo en bancarrota, si no hubieran venido en su rescate in-coordinado los capitalismos emergentes de Rusia, China y Venezuela, y las opciones abiertas por el capitalismo norteamericano.

El país laboral colapsa. Dependiente de una estructura económica y de propiedad que no favorecen la productividad ni la rentabilidad, el trabajo con el Estado no logra convertirse en una fuente de riquezas para la sociedad, ni en una condición para satisfacer la estructura de necesidades de las familias. No es un motivador social. Tanto el monto como la estructura salarial no cubren el precio de las mercancías en los “mercados” más dinámicos y estables de la sociedad cubana: el “mercado en divisas” y el “mercado negro”. Ni los “mercados” estatales ni la distribución racionada ofrecen estabilidad a la canasta básica de los cubanos. Los cubanos se ven obligados, por tanto, a buscar su economía dineraria fuera del Estado y a desarrollar su ética del trabajo fuera de la economía oficial. El enfoque del gobierno hacia el trabajo, un enfoque que reproduce también la mentalidad criolla, no concibe al trabajador en actividades autónomas e independientes que favorecen la libertad y movilidad horizontal del mercado laboral, y con ello la innovación, la rentabilidad y la riqueza, sino endosado a la burocracia y a los grandes conglomerados humanos, siempre improductivos, pero que garantizan un control extraeconómico sobre él, como en las antiguas haciendas españolas y criollas. La ética del trabajo del “gobierno” está más vinculada estructuralmente al gasto y derroche en proyectos simbólicos y suntuarios de valor político que a la productividad y capitalización para el ahorro. Por eso considera el trabajo como una obligación y un deber, donde el trabajo debería ser visto, en una época moderna, como motivación y responsabilidad: las únicas maneras de crear una ética laboral. Las salidas que el gobierno ha imaginado para responder a este colapso y hacerle frente a sus consecuencias económicas no pueden ser más contradictorias: la venta de trabajadores al exterior, creando artificialmente segmentos laborales privilegiados, y el castigo administrativo e ilegal a quienes se niegan a reproducir su pobreza y a reducir sus expectativas según le propone la oferta estatal del trabajo.

El país social se fragmenta. La latinoamericanización de Cuba en el ámbito social es ya un hecho indudable, con una particularidad: las disparidades sociales no provienen de una participación desigual en la riqueza creada o en el mercado laboral, sino de un acceso desigual a los espacios de privilegio en Cuba: las remesas, el turismo, el poder, algunos sectores de la cultura, algunos sectores del ámbito profesional o los mercados de riesgo como la prostitución, el mercado negro y otros. Es por eso que la fragmentación del país social relega a dos sectores distintos: la mayoría de los profesionales y la mayoría de los sectores más pobres y racialmente identificados que no tienen acceso a las zonas de privilegio. La precariedad de la vivienda y la fragmentación de las familias son un resultado social de estos desarrollos. La igualdad de acceso y los beneficios que los cubanos obtienen en sectores como la salud y la educación ya atraviesan esta fragmentación y sufren la invasión de la economía dineraria o de privilegios. Hay incluso zonas de escándalo en los servicios, fundamentalmente médicos, con clínicas a las que los cubanos no pueden acceder. Por otro lado, se produce una discriminación estructural para muchos cubanos porque no podrán contar jamás, en las actuales condiciones, con los recursos para satisfacer su bienestar social, ni su disfrute, por ejemplo, en el turismo. El desfase de Cuba en este sentido es peculiar y puede ser ilustrado por el hecho de que un médico en seis meses puede garantizar, si viaja a trabajar al exterior, lo que otro médico y profesor, que no viajan fuera del país, no han podido satisfacer nunca en su vida laboral y social. Otra muestra del desfase estructural de Cuba.

El país cultural se enriquece fuera del Estado y se empobrece desde el Estado. Lo primero viene siendo lo único que ofrece cohesión al país. La posibilidad de reconocimiento simbólico de todos los cubanos en sus creaciones autónomas y diversas permite la reproducción de la capacidad creativa y de zonas de disfrute consistentes con ciertos valores y ciertas tradiciones compartidas. Lo segundo fragmenta y debilita la cultura porque cierra opciones que el Estado entiende como manifestaciones críticas, y manipula y obstaculiza otras que no entran en el circuito del poder. Así hay una cantidad de propuestas culturales que no encuentra un ámbito cultural autónomo que amplifique su alcance nacional y muestre su riqueza. Este ámbito es fundamental porque de él depende la visibilidad de ese movimiento cultural global que se desarrolla también en Cuba, y que influiría más decididamente en el debate cívico y en la adecuación del ámbito político cubano a su diversidad cultural. Por otra parte, la excelencia de la cultura, en su dimensión estética, ha encontrado espacio oficial siempre que favorezca o no roce críticamente la estética del poder. Razón por la que ni siquiera toda la estética cubana puede ser disfrutada por la sociedad. El resultado es la diáspora cultural que daña la cultura cubana como consenso de valores y la cultura cubana en términos de valores. El retraso del país en la discusión sobre temas de raza, homosexualidad, feminismo, minorías, etc. es un ejemplo y un índice claro de la desactualización del debate sobre nuestros fundamentos culturales.

El país moral se debilita. En tres niveles distintos. La mentira de imagen y la mentira de supervivencia, ambas compartidas por el Estado y los ciudadanos indistintamente, divorcian el discurso social de su propia realidad e instauran la mentira estructural que sirve de base a la corrupción sistémica. La deshonestidad se ha instalado así como conducta social. Un segundo nivel es el de la desconexión entre los valores elegidos y la conducta propia, que desmoraliza al destruir los criterios de juicio que rigen la convivencia en sociedad. Y un tercer nivel es el de la disociación entre responsabilidades personales y sociales, y sus consecuencias. La desmoralización del país radica aquí en la imposibilidad de exigencia mutua entre individuos, y entre individuos y Estado, lo que permite entender los altos niveles de insensibilidad humana que inundan el país.

El país ético no existe. Disuelto el Estado ético, aquel es un asunto más difícil porque depende, por un lado, de la posibilidad de elegir entre alternativas diversas y, por otro, del respeto al diferente que se funda en la tolerancia. Que Cuba no sea un país decente ha dependido mucho de que la ética como comunicación respetuosa entre diferentes y como incorporación de medios legítimos para alcanzar fines legítimos no son prácticas de la cultura cubana. En un nivel más crucial esta ausencia de ética se expresa en el conjunto de reglas tácitas y de consecuencias fundamentales que se relacionan con la palabra empeñada: una institución cultural que funda la confianza vital, permite la claridad en el espacio público y genera sociedades maduras.

El país ambiental muestra una paradoja. La obsolencia de Cuba como planta industrial ha permitido reducir los niveles de contaminación provenientes de la industria y de la explotación antiecológica del suelo. Pero se ha desarrollado un medio ambiente doméstico corrompido que provoca enfermedades y convierte a algunas ciudades medianas, como La Habana, en ciudades-basura que acumulan desechos y dañan la higiene ambiental y personal.

El país estético, vinculado con el país ambiental, muestra la decadencia revolucionaria. La arquitectura de Cuba se viste en ocasiones pero refleja no solo la pobreza de una concepción de ciudad, los repartos habitacionales construidos en toda Cuba están por debajo de la memoria arquitectónica y estética del país, sino el declive productivo y constructivo que hemos sufrido. Excepción hecha de las vitrinas arquitectónicas, quizá la metáfora más viva del regreso cultural en materia estética sea la incompetencia del Estado para crear hábitats sostenibles, tanto desde el punto de vista estético como arquitectónico y ecológico.

El país hogar se pierde. Cuba no es vivible, esencialmente, para las generaciones nacidas a partir de los años 70 del siglo pasado. Este segmento poblacional es el que más emigra y el que muestra menor sentido de pertenencia al país. La identidad fundamental entre población, territorio y país se pierde a favor de nuevas identidades territoriales y de otras ciudadanías más sintonizadas con las exigencias económicas, sociales y culturales, y los ambientes de tolerancia que demanda una cultura desideologizada. Si algo pone en entredicho la legitimidad de la Revolución Cubana es su incapacidad para eliminar institucionalmente las ataduras forzadas que impiden la libertad de movimiento. A un nivel más fundamental, el sentido de pertenencia está destruido porque no hay vínculos serios de propiedad en Cuba entre la persona natural y jurídica, y el conjunto de bienes y servicios del país. La idea de que Cuba es un archipiélago-patrimonio de un grupo reducido de personas, no una isla, no está incorporada en el saber de la mayoría de las generaciones de cubanos.

El país demográfico decrece. Los datos en este sentido son más visibles. Su consecuencia fundamental lo es menos. De continuar esta tendencia, Cuba se pierde como virtual enclave dinámico de productividad en un mundo que se globaliza velozmente, para convertirse en una sociedad rentista, pero sin la capitalización suficiente para sostener las exigencias geriátricas de una población que dura tanto como la de Noruega.

El país psicológico y mental se desajusta. El infantilismo ataca tanto al Estado como a los ciudadanos. Las actitudes maduras, que suponen una respuesta de nivel apropiado a la implicación y consecuencias de los actos, y una asimilación de la realidad como hecho, no como deseo, son difíciles de articular en Cuba. Como no se asume la responsabilidad como elección sino como mandato de estructuras impersonales, se ha producido un desquiciamiento psicológico entre las demandas de la acción y las capacidades para satisfacerla. Ello genera frustraciones que desmotivan y destruyen los resortes para el esfuerzo. En otro sentido, la insatisfacción de necesidades elementales y la moral prohibitiva estabilizan el desasosiego, la inseguridad y la baja autoestima; ya dañada por la discriminación, el rechazo y la ausencia de reconocimiento, tanto a las identidades y a los derechos como al ejercicio de la propia voz. Semejante inseguridad ante efectos impersonales e incontrolables, ― inseguridad edificada por demás sobre la represión del ejercicio público del criterio, genera violencia en las actitudes y analfabetismo emocional para controlar el nivel de respuestas a los ataques de un medio adverso y muy violento. Los niveles de tensión, de psicofármacos y de alcohol que se consumen en el país reflejan la inadecuación psicológica a un ambiente que se niega a crear espacios ecológicos de reconstitución de la personalidad, según valores libremente escogidos. A diferencia de otras sociedades, el estrés de los cubanos tiene que ver con la acumulación de insatisfacciones y frustraciones, y con el desempeño obligado de papeles actorales como modo natural de existencia. Ello explica el alto índice de complejos psicológicos y de desequilibrio mental que acusa el país.

El país educacional está en crisis. Más allá de la fatuidad de la propaganda, la desarticulación del proyecto educacional está mal disimulada por las fugas hacia delante de las autoridades y la cooperación que reciben para esta operación de organismos internacionales algo irresponsables. Niveles de conocimiento; materiales educativos; preparación profesional de maestros también en fuga, que han aumentado el déficit de maestros y profesores; condiciones en las escuelas; motivación estudiantil; honestidad evaluativa; burocratización del sistema e incomunicación de lenguajes entre padres, alumnos y profesores están entre los desajustes más visibles del sistema de educación, que no logran enmascararse bien con la universalización y gratuidad del acceso, tras el rotundo fracaso de la improvisación de maestros. Si a ello se agregan los déficits invisibles para la concepción educativa cubana, el problema tiene una gravedad extrema de cara a la educación futura. Tiene que ver esto último con la informatización global de la enseñanza que incluye el acceso a Internet; con la personalización del saber vinculada a la cantidad de información que una persona ya puede procesar por sí misma; con la orientación de la enseñanza para el aprendizaje de los instrumentos del conocimiento, y para captar información para la formación; con la participación y conexión de los alumnos a la ciencia; con el replanteo de las ciencias humanísticas, que son las ciencias del futuro debido a la orientación global hacia los valores; con el conocimiento de las ciencias psicológicas para el desarrollo de la inteligencia emocional; con el énfasis en la antropología para propiciar la interacción creativa con las culturas diferentes; y con la superación del modelo autoritario de enseñanza basado en la reproducción de héroes de guerra, que es contrario a la cultura de paz como fundamento del conocimiento creativo y de la convivencia en diversidad. Todo esto entre otras cuestiones que, dentro del espacio mismo de la escuela pública, abrirían las opciones para optar por tipos de enseñanza diversos.

El país sano hace crisis también. Las condiciones generales en hospitales y policlínicas y la carencia de medicinas son poco compensadas con la excelencia formativa y la ética de médicos y personal paramédico. El tema de la salud es sin embargo más complejo porque compromete otras cuestiones que tocan al Índice de Desarrollo Humano, y poco tienen que ver con la infraestructura médica. Salud mental, salud genética, salud nutricional, enfermedades de estrés y enfermedades epidemiológicas están más relacionadas con la economía, la ecología social y ambiental que con las capacidades médicas asistenciales. Aquellas aumentan en Cuba en medio de un declive de la medicina preventiva y de la atención primaria. Sin embargo un punto esencial toca a la sensibilidad del Estado con la asistencia médica. La solidaridad mal entendida es decir, la solidaridad como política de Estado, tiene más que ver con los intereses políticos que con la solidaridad misma. Que la solidaridad empieza por casa es algo más que un sentimiento egoísta, es la prueba de que en materia de solidaridad el ser humano es visto desde la propia cercanía como autentificación del desprendimiento ante los demás. El Estado cubano ha roto este concepto y privilegiado sus necesidades de imagen política y de dividendos económicos, en detrimento de la solución de problemas de salud dentro del país y de la imagen con los cubanos. Instaurar dos sistemas de salud dentro del país y privilegiar a los extranjeros sobre los nacionales ha destruido el concepto universal y gratuito sobre el que se fundó el sistema de salud cubano.

El país externo se descentra y opera como pieza de un tablero geoestratégico que lo supera. Asegurado el país militarmente, las autoridades pierden la perspectiva de que en el siglo XXI, como coinciden en señalar muchos analistas, el lugar de un país en la escena mundial depende más de la velocidad del módem que de la velocidad y alcance del misil. Superadas las guerras por el establecimiento de un orden compartido de valores, la cuestión para Cuba depende de su inserción en un orden nuevo. Ese orden implica el apego a las reglas que rigen los organismos internacionales, a la capacidad para respetar compromisos asumidos, a la participación plena en los resortes que estructuran a los bloques regionales, al privilegio de relaciones políticas de Estado, no basadas en la ideología; al vínculo estratégico con actores estratégicos y responsables, a la apertura a los bloques naturales, a la inserción económica que potencie las ventajas comparativas y a la apertura de fronteras al libre movimiento ciudadano. El gobierno cubano ha optado sin embargo por estrechar su repertorio internacional, por privilegiar actores poco responsables y culturalmente incompatibles, por el cierre de fronteras a los valores y por situar al país como esfera de influencia de potencias extranjeras, que se mueven con velocidad para satisfacer exclusivos intereses nacionales. Es lo que se llama una indefensión activa que debilita una definición de Estado en la política internacional, y que el gobierno aplica inútilmente en el campo de las comunicaciones. La movida más seria y de perspectiva tiene que ver con el Grupo de Río, pero esta es una movida internacional colocada en el haber de Brasil, un actor al que hay que mirar con cautela, y en el débito de la parálisis internacional del gobierno cubano, más interesado en defender un orden mundial cómodo, pero superado, que en activar un lugar político en un mundo globalizado que condena a la irrelevancia a quienes hablan de autarquía, guerra y confrontación. Ni China, ni Rusia, ni Venezuela son actores estratégicos estables para Cuba. El desajuste previsible en la variable norteamericana a partir de 2009, que nos asegura un ejercicio de poder blando, un conflicto intelectual y una apuesta cultural, estaría obligando con más urgencia a redefinir la política exterior del país.

El país marginal se retroalimenta. Desde las periferias incrementadas a la prisión, la marginalidad en Cuba aumenta, sin circular por los centros sociales más dinámicos del país. Eso indica una fractura clave porque la marginalidad circula desde el mercado negro, a los centros penales, pasando por el andamiaje jurídico y con el ejercicio de una violencia periférica que es invisible para los medios de comunicación oficiales, y acallada por la información que ofrece el poder. Zonas no incorporadas que recrean su propia cultura y son vistas como extrañas en los centros de poder y por las clases aristocráticas de la sociedad. Esta marginalidad reproduce en muchos casos el racismo y no encuentra espacio para el reciclaje social por la pobre oferta laboral del Estado. Es claro que han crecido la marginalidad criminal y la marginalidad social, que no necesariamente se solapan. Esta última aumenta por la disminución de las ofertas atractivas del Estado y se reproduce con velocidad en aquellos sectores que no encuentran salidas sociales, ni a través de la educación, ni a través del trabajo mal remunerado. Las políticas coercitivas y punitivas del gobierno solo incrementan el problema porque lo trasladan de lugar, sin crear las condiciones estables que las debiliten.

El país comunicacional se diversifica y personaliza, pero al mismo tiempo no encuentra contrapartidas serias que la potencien en el Estado. Los medios de comunicación oficiales siguen paralizados en el tipo de comunicación de tiempos de la Guerra Fría, cuando la información se centraba fundamentalmente en la propaganda. Frente a la Internet y a la multiplicidad de soportes informativos personalizados, los medios en Cuba siguen apostando a la estupidización de los receptores, como si estos no tuvieran la posibilidad de información alternativa. Aunque esta última no sea sistemática y esté desigualmente distribuida por el país, la capacidad de contraste informativo aumenta para los cubanos y cuestiona la credibilidad informativa del Estado. El hecho de que Cuba sea uno de los países con menos acceso a Internet por habitante en el mundo, no significa falta de información sino opacidad informativa. La indefensión activa del estado se ve con más claridad en el ámbito de las comunicaciones.

El país legal no se vertebra. Cuba no es un estado de derecho, en ninguno de los dos sentidos más comunes. En el primer sentido, las decisiones administrativas del Estado a todos los niveles posibles no responden fundamentalmente a la Constitución, ni al cuerpo de leyes complementarias. La cantidad de decretos, en un país donde no existe codificación de la ley, contradice en no pocas ocasiones el cuerpo legal y niega determinaciones jurídicas establecidas. La decretización de la conducta del Estado y de sus órganos administrativos ha generado una cultura de burla jurídica del estatuto fundamental del país, y fortalecido la cultura de ordeno y mando nacida en el campo político. Como existe una fuente de derecho por encima de la Asamblea del Poder Popular, muchas de las decisiones políticas del Estado no se detienen en los límites de la ley, creando, desde la legitimidad del poder político, un conjunto de actos precedentes, lo que podríamos llamar nuestro derecho consuetudinario, que sirven de base a conductas y decisiones administrativas posteriores en todos los niveles. Esto genera y fortalece otras actitudes: la de “crear derecho” para regular actos que no están previstos ni en la ley, ni en la Constitución. Esto es más visible cuando se tratan de considerar como delitos actos y actitudes que no convienen al Estado, o cuando se trata de regular, para disuadir, derechos que asisten a los cubanos, como en los hoteles y centros turísticos. En el otro sentido, Cuba no es un estado de derecho porque la ley no está concebida para proteger al individuo, sino para proteger al Estado. Esta inversión del fundamento se resiste a adecuar la legislación cubana a los derechos humanos y a otorgar capacidades al individuo para defenderse del Estado.

El país sociológico combina y confunde la estructura de clases de una sociedad fundada en el privilegio, con la estructura de clases de una sociedad moderna, fundada en la capacidad y el mérito. A ellas se agregan los segmentos sociológicos propios de una sociedad posmoderna, que se abren paso en medio de las contradicciones de un modelo político arcaico, situado muy por debajo de la fluidez cultural de la sociedad cubana. Estamentos privilegiados y “naturales” a los que se accede por designación del poder, como los altos niveles del partido comunista, de decisión del Estado o de instituciones ligadas al poder en el mundo cultural; sectores obreros tradicionales que, dada la transición de la estructura económica cubana, son los más débiles en la cadena social; la meritrocacia, fundada en la capacidad y la inteligencia, y que, junto a los sectores emergentes que obtienen beneficios externos por decisión del Estado, forman la baja clase media del país. A ellos hay que sumar los sectores perdedores que conforman la marginalidad social, más los sectores profesionales sacados del circuito porque no ofrecen réditos al Estado. Finalmente, los grupos o sectores de identidad que nacen como ámbitos culturales, raciales, sociales y estéticos, y que viven desconectados de las dinámicas políticas del Estado.

El país integrado se resiente. A las fracturas que surgen a partir de la participación en el bienestar, se agregan las que se fundan en la diferencia racial y cultural y en la incomunicación con los grupos de identidad. Ya no solo tenemos la fractura entre sectores privilegiados y no privilegiados, sino las que se crean entre la población extranjera, flotante y no flotante, y la mayoría de la población cubana. Esta fractura se estabiliza en la medida en que el turismo y la inversión extranjera se convierten en partes sustanciales de la estructura económica y estabilizan la discriminación estructural de los cubanos.

El país simbólico se desintegra. Amplios sectores sociales, sobre todo jóvenes, no se reconocen en los símbolos tradicionales de identidad de la nación. El rechazo al modelo político que, con poca inteligencia estratégica y más ambición de poder, intentó identificarse con la nación, ha conllevado a un rechazo de los símbolos más importantes de empatía política entre cubanos. La pedagogía mecánica de las escuelas no logra evitar la ignorancia sobre el pasado, sobre los orígenes y sobre los significados simbólicos de la identidad cultural y política. Hoy hay un vaciamiento de sentidos porque los jóvenes no logran conectar sus pertenencias sociales y su destino propio con la interpretación forzada de la historia. Por su parte, la identificación forzosa de iconos globales con nuestra identidad nacional no ha ayudado a fortalecer las identidades. El debilitamiento simbólico es una consecuencia inevitable que viene a expresarse en dos silencios: el silencio social y el silencio del Estado ante el uso de la bandera cubana como trasfondo de esa iconografía global. Algo que ninguna nación permite con sus símbolos, y un acto de irrespeto que es necesario denunciar y reparar con un nuevo pacto simbólico.

El país del conocimiento se retrasa. A la velocidad que se mueve el saber global, Cuba puede quedar estancada y desconectada de los próximos desarrollos tecnológicos y humanísticos. El franco deterioro de la investigación excepto en biotecnología, el pobre desenvolvimiento en las comunicaciones y la escasa circulación de ideas y proyectos amenaza con sacar a una sociedad inteligente como la cubana de los circuitos mundiales, en una época en la que el desarrollo acelerado de los servicios ha puesto en primer plano la sociedad del conocimiento y la economía de la mente. Es alarmante cómo estamos de espalda a la transformación mundial tanto en las ciencias del conocimiento como en las ciencias humanísticas o en los estudios éticos, culturales y antropológicos. Una sociedad fascinada con el saber, todavía sigue trabajando con categorías superadas por la evolución misma del saber, y por el desarrollo de ciencias como la cibernética y la informática, que han derrumbado los viejos edificios del pensamiento que aún constituyen referencias en nuestras universidades e institutos. Cuando sabemos que en sociedades como la haitiana el saber simbólico y estético comienza a formar parte de la vida social, económica y de la estructuración política, podemos tener una idea del no-lugar al que se dirige Cuba en materia de conocimiento.

Finalmente, el país global se aleja. Desconectado de las redes mundiales de comunicación, alejado de la evolución del conocimiento, que es necesariamente acumulativo; reacio a una integración económica seria con el mundo; marginado de las corrientes de pensamiento más interesantes; negado a integrarse a las reglas básicas del derecho internacional, que se mueven aceleradamente a proteger la persona humana, el gobierno cubano se desentiende de las nuevas órbitas mundiales que se mueven con la velocidad del módem. En una época global, constituye una ilusión pensar que la conexión de un país depende, exclusiva y básicamente, de las relaciones diplomáticas entre Estados como en época pasadas. El país global se aleja porque el gobierno no comprende que en el siglo XXI las relaciones diplomáticas solo garantizan la paz entre las naciones y un intercambio cautivo, pero no garantizan la fluidez de ese intercambio ni la integración, que dependen hoy cada vez más de actores no estatales. Esto pone en juego otros factores y circunstancias conectadas con la necesaria liberalización de la sociedad. Cuba sigue jugando con la imagen de que puede ofrecer algo al mundo del pasado pero, ¿tiene algo que ofrecerle al mundo del futuro?

Llegados aquí podemos entender que un país en crisis exige un reajuste de enfoques y una definición del rumbo. Pero un país fallido necesita un reajuste de enfoques, una definición del rumbo y forjar las bases de un nuevo contrato.

No es una exageración, ni debería ser una satisfacción, afirmar que la Revolución Cubana nos lega ese país fallido. Cuando una nación se acerca al punto de no poder generar internamente las capacidades mínimas para poner en marcha la vida de sus sectores y dimensiones básicos, estamos frente a un país fallido. Un país fallido no encuentra, en ninguno de sus ámbitos, los recursos que necesitaría transferir para satisfacer las dinámicas económicas y sociales fundamentales, que garanticen la viabilidad de su modelo y de su proyecto, ni está en condiciones, por consiguiente, de garantizar la coherencia dinámica dentro de esos ámbitos: todos demuestran gruesas fallas en su funcionamiento interno.

Desde luego Cuba es un país fallido, no un Estado fallido según los criterios tradicionales. Claro, si a esos criterios agregáramos el del control poblacional, Cuba puede empezar a considerarse ya un Estado fallido del mismo modo que lo fue, en 12 horas, el Estado de la antigua Alemania Oriental. Como en este, el gobierno cubano sólo garantiza el control sobre la población por su cerrada política de fronteras y ante las compuertas de la realpolitk que regulan las fronteras de entradas a los cubanos según los requerimientos de cada país receptor. No obstante, al presente ritmo de salidas al exterior y de segunda nacionalidad la implosión poblacional de Cuba crecerá geométricamente. El gobierno cubano se ha beneficiado, no obstante, de una operación de rescate internacional con pocos precedentes para Estados que no han sufrido una guerra. Si los capitalismos más o menos solventes de Venezuela, China, Rusia y los Estados Unidos no hubieran venido en asistencia del gobierno por sus consideraciones, intereses y estrategias específicos, estaríamos al mismo tiempo frente al caso de un país, una nación y un Estado fallidos.

En el caso de Cuba, la situación tiene urgencias analíticas porque se ha roto la tradición histórica de capacidad cultural para remontar los desafíos de inflexión en el país. Pocas veces en nuestra historia se ha visto tan poca imaginación en tiempos de cambio; y si sabemos que, hoy por hoy, desde cualquiera de nuestros ámbitos se pueden generar y transferir recursos para dejar atrás la permanente retroalimentación de los esquemas de pobreza y la disfuncionalidad social y económica, es definitiva la necesidad de impulsar un nuevo contrato para un nuevo país con nuevos ejes de legitimidad. El debate pasa inevitablemente por el modelo de convivencia, no solo por el sistema político. Para lo que hay que dejar atrás el castrismo antropológico, una vez agotado el castrismo político y sociológico.

¿Cuáles podrían ser las bases de este nuevo contrato?

Éstas solo deben ser definidas por los ciudadanos. Cualquiera de nosotros puede tener lo que cree son buenas ideas para su país, pero lo más importante debe ser entrar a la plaza pública de definiciones con lo que John Rawls, un teórico de la política, definió como el velo de ignorancia. Que, simplificadamente, no es más que un intento de evitar el razonamiento preconcebido con su clara tendencia al autoritarismo. No es que se puedan evitar con este procedimiento las propias ideas, sino que se participa desde la escucha y evitando el principio de autoridad que es contrario a la preeminencia del ciudadano para la legitimidad del Estado y las políticas públicas. Sí creo que es necesario el diálogo como fundamento del ejercicio compartido de ese velo de ignorancia. El diálogo como concepto, al diálogo como instrumento y al diálogo como estrategia.

Manuel Cuesta Morúa

Historiador, politólogo y ensayista